Por Andrés Villar Gertner, Daniela Sepúlveda Soto y Cristóbal Bywaters C.
Pese a haber mejorado sustantivamente su estatus internacional durante las últimas décadas, la presencia de Chile en el mundo está definida, en buena medida, por su condición de vulnerabilidad. Su tamaño y modelo de desarrollo lo hacen particularmente sensible a shocks externos y a los vaivenes del poder internacional.
Una adecuada lectura del mundo en que se inserta, sus actores, correlaciones de fuerza, tendencias y lógicas dominantes es, por consiguiente, una necesidad de primer orden para un país como el nuestro.
Recientemente, ha cobrado cierta popularidad, entre círculos internacionalistas locales, la idea según la cual nos encontramos ante la emergencia de una nueva guerra fría, esta vez entre Estados Unidos y China, y que, por consiguiente, Chile debería asumir una política de no alineamiento activo.
En un momento histórico signado por la incertidumbre y el desorden, tal perspectiva posee la indiscutible virtud de ofrecer certezas al observador, al hacer referencia a un esquema ya conocido –el de la guerra fría entre Washington y Moscú– y prescribir una estrategia a la medida del diagnóstico.
Aunque seductora, la lectura de una nueva guerra fría corre el riesgo de ser, en el mejor de los casos, prematura.
Si bien la disputa chino-estadounidense es una realidad con importantes consecuencias para el mundo, la actual distribución del poder en el sistema internacional no corresponde a una de tipo bipolar. Desde el mundo multiplex de Acharya hasta la no polaridad de Drezner y compañía, variadas interpretaciones coinciden en visualizar a la multiplicidad de actores y sus tipos, la fragmentación del poder y la creciente complejidad de la gobernanza global como rasgos distintivos del sistema internacional contemporáneo. Un panorama opuesto al de orden y predictibilidad que dominó al mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Incluso si el sistema en configuración fuese bipolar, ello no haría a ambos momentos históricos necesariamente analogables. La guerra fría fue mucho más que una determinada distribución del poder en el sistema internacional. Se trató, en último término, de un fenómeno de amplio espectro que estructuró el conflicto político en torno a dos modelos mutuamente excluyentes de progreso, moldeando identidades políticas y procesos sociales a escala planetaria. La disputa entre Washington y Beijing dista de tal alcance.
Es más, contrario a lo que podría esperarse de un escenario de guerra fría propiamente tal, las estrategias de actores claves como la Unión Europea, Rusia, Turquía, Irán, Japón, Corea y ASEAN –por nombrar algunos– no se ajustan a la lógica del alineamiento bipolar, ni menos parecen interesadas en converger en un “tercer movimiento”.
En suma, lejos de encontrarnos en un contexto de guerra fría, todo parece indicar que asistiremos, al menos por un tiempo, a un escenario multipolar complejo, fragmentado y fluido. Sin duda, la competencia entre Estados Unidos y China tiene y tendrá un peso significativo, pero no es claro que logrará subordinar las múltiples agendas internacionales –un dato clave para países como el nuestro, que ven las disputas entre las grandes potencias desde la distancia. Como esbozamos en una columna anterior, la problemática central que enfrentará Chile en este escenario será la generación de los mayores espacios posibles de autonomía estratégica en la consecución de sus objetivos de desarrollo de mediano y largo plazo.
Flexibilidad, resiliencia, incrementalidad y agilidad serán atributos claves a cultivar a fin de asegurar tal autonomía en un escenario internacional como el descrito. Un rol estatal conductor será clave en este sentido.
A nivel doméstico, ello implicará la difícil tarea de compatibilizar la apertura económica vigente con mecanismos que permitan tanto reducir la vulnerabilidad externa de la economía nacional como contar con un modelo de desarrollo más justo y sustentable. Asimismo, será necesario construir los acuerdos políticos necesarios para dar viabilidad y proyección a las opciones estratégicas que se tomen.
En lo tocante a la política exterior, la ampliación del margen de autonomía estratégica requerirá lo que el académico Andrew F. Cooper denomina Estado emprendedor—una aproximación caracterizada por un enfoque integrador de políticas a nivel doméstico (whole-of-government), la capacidad de innovación e iniciativa diplomática, y la construcción de coaliciones internacionales ad hoc.
Una política exterior de tipo emprendedor se orienta a la maximización del margen de maniobra diplomática del país, no a su reducción. En lugar de esquemas de asociación rígidos y/o inconsistentes con un sistema multipolar, es necesario apostar por la articulación de esquemas de asociación flexibles, tanto con actores estatales y no estatales, como con organismos internacionales y la sociedad civil.
Otro componente central es el despliegue de una estrategia diplomática de nicho que concentre los esfuerzos externos del país en áreas en las cuales cuenta, por sus atributos y/o experiencia histórica, con ventajas particulares. Así como en la posguerra fría se perfiló al país como un campeón del libre comercio, en el contexto de crisis climática debemos apostar a convertir a Chile en una potencia turquesa en el cuidado del medio ambiente y los océanos.
Finalmente, una condición indispensable para un Estado emprendedor será el desarrollo de capacidades humanas altamente especializadas en los nichos diplomáticos seleccionados, además de capacidades institucionales de planificación estratégica que permitan reducir el margen de incertidumbre e identificar a tiempo escenarios, oportunidades y amenazas.
La crisis del orden internacional liberal en curso no es indistinta para un país como Chile, que históricamente lo ha promovido y se ha beneficiado de él. En un sistema internacional entrópico, nuestra tradicional apuesta por la estabilidad de las reglas internacionales, promoción de los DD.HH. y, a estas alturas, defensa del multilateralismo cobran renovada actualidad. Desde una perspectiva progresista, el impulso de iniciativas colectivas para la reforma de los aspectos menos benignos de dicho orden resulta indispensable.
Nuestra condición de país pequeño, lejos de ser una condena a la irrelevancia, ofrece posibilidades que, de ser abordadas con la visión e instrumentos apropiados, abren las perspectivas de un promisorio nuevo ciclo de la política exterior chilena.
—
Publicado originalmente en La Tercera.